LAGUNA DE BACALAR
(Camisa tradicional guatemalteca comprada por el autor a una refugiada del campamento de Los Lirios)
En mil novecientos ochenta y cinco,
el año medular del sismo inolvidable,
de la Ciudad de México a Chetumal
enviados por la Secretaría de Gobernación
dos horas de vuelo machucan la distancia.
La capital de Quintana Roo es diminuta,
herbácea, inocente,
se afianza con un pie al estribo del caribe
y toca la epidermis boreal de Centroamérica.
La calle Héroes es una fiesta tropical
salvo de una a cinco de la tarde
en que el calor arrecia y se hace siesta.
La ciudad ejerce las prebendas
de una zona comercial libre de impuestos
y es el paraíso de los que compran.
Gozo recorriéndola de extremo a extremo
por ambas aceras, hasta el malecón.
Las casas son de baja armadura
y muchas fueron árboles en su pasada vida.
Tras sus cercas penden los cítricos y las hamacas.
Las mecedoras ventean hacia la calle.
A diez kilómetros están los hitos de Belice
apenas a mitad del río Hondo
que en esta época moja un agua navegable.
Por la misma carretera a Cancún
unos minutos ven al norte y surge Bacalar,
la espléndida Laguna de los Siete Colores.
Aún conserva el fuerte San Felipe
construido para detener a los corsarios
que Inglaterra mandaba a robar palo de tinte.
Esto despierta mi incredulidad
y debo descubrir que no es laguna
sino una lengua que paladea la sal del mar.
Un hotel ribereño nos hospeda
y allí juntamos colores a las cinco de la mañana
durante los siguientes días.
Desde un trampolín nos sorbe la laguna.
El fondo debe ser profundo
pues a pesar del brillo no se asoma.
Unos kilómetros al poniente,
por la carretera a Escárcega,
acaba el pavimento y sigue la terracería
blanca y reseca, rectilínea,
partiendo en dos la alfombra esmeralda de la selva
hasta llegar a Los Lirios,
el campamento de refugiados guatemaltecos
que son las columnas de nuestro destino.
A las diez de la mañana
llegamos al lunar de aquella jungla
del que se prenden los módulos y las casas
en sus maderos sin barniz ni cepillo.
Infantes y mujeres rodean la camioneta
y nos saludan con sus dientes tímidos.
Siento la importancia de estar allí
y una emoción primitiva al ver la bandera
colgar del asta en la explanada central
con sus colores íntegros bajo el soleado lunes.
Era como entrar a México
desde un país extranjero,
el origen de la expulsión de los indígenas
incendiado por la guerra civil que no termina.
Las instrucciones son directas: vamos
a registrar a los hijos de los dos mil refugiados,
niños de leche y hasta de tres años
nacidos en suelo mexicano
y que tienen doble nacionalidad
por el jus soli
de acuerdo al artículo 30 de la Constitución.
En unas semanas arribará el Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para Refugiados
y el gobierno quiere dar un buen ejemplo.
Al equipo de la Secretaría acompaña
Saúl de León Ross,
director del Registro Civil quintanarroense,
un hombre de carácter alegre y bondadoso de mediana edad
que en noches de coyotes
escribe canciones y toca la marimba.
Juntos seremos responsables del acto jurídico
y honraremos a Benito Juárez
y a las Leyes de Reforma.
Doce días duró nuestra labor,
un tiempo en que fuimos lápices del Estado
anotando los padres, las madres, los abuelos,
los nombres de pila y un lugar mexicano.
Combinando las estirpes
dimos constancia de los apellidos correctos.
Con un poco de práctica hubo curiosidades:
Juan Juan Juan,
María Pedro Simón,
usos y costumbres de los mayas
entrelazados a las prácticas mestizas.
Durante las tardes en el salón comunal
de sillas de sedosa caoba en carne viva
escucho las historias del miedo y del coraje:
Mientras dormíamos llegaron los caibiles
y lanzaron granadas a los ranchos,
luego vino la matazón,
murieron nuestros padres,
los hermanos, mis hijos pequeños,
algunos de los que corrimos nos salvamos
pero la mayoría se murió de los tiros
o quemados, los sobrevivientes
caminamos noche y día disfrazados de muertos
sin pan, sin agua
hasta llegar a México,
a cada rato preguntábamos
¿cuánto falta para llegar a México?
¿ya estamos en México? ¿es aquí México?,
y cuando al fin tuvimos la respuesta
nos sentamos a lamernos las rodillas,
sobamos las panzas de los niños
y nos pusimos a llorar con las últimas lágrimas.
Aquí estamos aún bajo el pendiente
de que vuelvan a cruzar los soldados
como lo hicieron en Chiapas hace meses,
tenemos temor de que nos maten
no por nosotros sino por los patojos
que ninguna culpa tienen.
-¡No lo permitiremos!-,
sin pensarlo les interrumpo,
—aquí están bajo la protección de México—.
Me sorprende la espontánea convicción de mi grito
que no sale de la boca sino del corazón
fuerzy pulsa un hierro.
En la viveza de sus ojos
siento que confían en mi país
y que les ha curado un poco la esperanza.
Cuando pronuncio la palabra México
por primera vez me suena diferente,
es algo más que un eufónico vocablo,
encuentro una trinchera y un escudo,
una raíz y un árbol
como un techo contra cualquier tormenta,
porque las preocupaciones propias
se acaban cuando se miden con las otras.
En tan pocos días pasaron doce años:
cambié pesos por quetzales,
compré una camisa tradicional en algodón policromo, hecha con sus manos
(que todavía conservo);
jugué futbol en un campo de piedras con jóvenes quichés;
comí un pan colectivo
que me trajo el recuerdo de Tata Vasco
y de las misiones jesuitas del sur de Brasil;
me bauticé como un nuevo refugiado en la laguna de los siete colores;
comí armadillo a la naranja
(que habíamos atropellado en un accidente de terracería),
conocí el Cenote Azul
junto a Bacalar
y que es oscuro con su garganta cruel,
y tiene un restaurante donde se come el cielo;
compré una figura de coral negro
que es un buzo buceando en mi vitrina;
oímos por las noches Radio Sandino
convocar a cosechas colectivas de tomate
(en una grabadora Sony que entró por Panamá);
un viernes el delegado de la Comisión Mexicana
de Ayuda a Refugiados nos llevó a conocer
un cabaret atestado de marines ingleses
que reían en el sueño de un harem rodeados por ceibas y odaliscas;
fuimos invitados por Saúl de León Ross
a comer comida china en la costa de Belice,
junto a un aeródromo
donde vimos alzarse extraterrestremente
un Harrier de la reina Isabel;
conocí el desgarramiento de una madre
que vio morir su hijo en los frágiles brazos
enfermo de bronquitis,
mientras los conducíamos en camioneta
a un hospital de Chetumal que nunca vimos.
Y una vez, antes de regresar a casa,
eran las once de la noche
en el reloj de las estrellas
mientras mirábamos nadar la Luna en la laguna
y unos extraños ruidos segaron la conversación:
eran las agonías, los pulmones y los muslos
de una mujer y un hombre
norteamericanos
que morían descuartizables
en el acto de amor
dentro de una habitación del ala sur
con la ventana abierta hacia el Caribe
y un huracán soplando desde adentro.
Entonces comprobé que el amor es el mismo
en todos los idiomas.
Me quedé absorto colgado en aquel himno
que era un tótem y una danza antigua.
Mis compañeros murmuraron bromas
y prefirieron huir, pudorosos o despavoridos.
Como un búho me mantuve
en la rama de la noche, hipnotizado,
fijo en la égloga del amor.
Esto lo explica todo, pensé:
las fuerzas para llegar a México
y no morirse en la serpiente de la selva,
su sonrisa esencial y la salud de sus ojos
no obstante la terquedad del sufrimiento,
y también los cuatrocientos niños,
muy por encima de la media nacional,
que habíamos registrado, uno a uno,
hijos también del miedo y del coraje
pero más que nada de ese erotismo
que exacerban la cercanía de la muerte
y los peligros.
Ante las amenazas y la mala fortuna
el amor saca la casta, tira zarpazos,
pelea y nos defiende como gato bocarriba,
muerde como perro
y se vuelve una mujer que cuida a sus cachorros.
Entonces caí en la cuenta
de que los anotadores del Registro Civil,
desde Benito Juárez
hasta el más humilde oficial del más pobre municipio
de la República,
no sólo dan fe
de que ha nacido un niño y se le pone un nombre,
sino de que unos meses antes
de aquella intervención
un hombre y una mujer han sido amenazados,
perseguidos, humillados, heridos
por la plena conciencia de lesa humanidad
de saberse mortales,
perentorios
vulnerables
en la cadena que no debe deshacerse
y han sacado las uñas,
pelado los dientes
y se han armado de amor
para ladrar
y ahuyentar
y matar
a los violentos demonios de la vida
y a los pacíficos obispos de la muerte.
*
(El tema de este poema en prosa es bastante expreso; trata de un viaje de trabajo que realicé a principios de 1985, una vez egresado de la Facultad de Derecho de la UNAM, al campamento de refugiados guatemaltecos denominado Los Lirios, en la selva de Quintana Roo. Luego de una trágica e injusta incursión del ejército guatemalteco a territorio mexicano para atacar un campamento de refugiados, bajo el risible argumento de que desde allí tramaban el apoyo a la guerrilla, el gobierno mexicano decidió crear nuevos campos, que finalmente se instalaron tierra adentro de Chiapas, en Campeche y en Quintana Roo. En ese tiempo yo trabajaba en la Dirección General del Registro Nacional de Población de la Secretaría de Gobernación, y estaba por arribar a México el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados; de pronto, el gobierno mexicano se percató que las autoridades de los estados involucrados no habían registrado los nacimientos de los hijos, ya nacidos en México, de los extranjeros refugiados; la Constitución mexicana les daba derecho a ser mexicanos por razón del ius soli. Fui designado representante de la Secretaría de Gobernación en dichas labores, por lo que en coordinación con el Registro Civil quintanarroense, cuyo director a la sazón era el licenciado Saúl de León Ross, se puso en marcha un programa de acercamiento y registro, directamente con los refugiados; nos sorprendió el entusiasmo con que recibieron estas acciones, a sabiendas de que no implicaba que los niños perdieran su nacionalidad guatemalteca a la que tenían derecho por el ius sanguinis. El trabajo nos mantuvo desplazándonos diariamente, durante doce días, de Laguna de Bacalar al campamento en medio de la selva. La experiencia fue única e irrepetible; todas las incidencias que en el poema se relatan son rigurosamente verídicas, incluyendo la anécdota final. Tal vez ese resulte su único valor. Quienes habían suscitado las sospechas y neurosis del ejército guatemalteco, resultaron ser unos jóvenes con quienes jugué futbol en un campo de piedras, y unos ancianos silenciosos que me miraban desde la triste jungla de sus ojos. Por cierto: no lo refiero en el poema pero es cierto: en Los Lirios habitaba el único mexicano refugiado en su propia patria: se había casado con una mujer del campamento, y era uno más de los suyos. Esto demuestra que el amor no reconoce límites ni fronteras, y por eso es el verdadero salvador del mundo).
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