CARTA DE ATACAMA
Vida:
Si algún día, después del ajetreo con que sacudes
es cosa inevitable que fallezca
y ese lugar o forma o transición
no es lo que hasta ahora me tienes prometido,
vendré desde mi noche a jalarte los pies
y a reclamarte que no me hiciste eterno
saltando las piedras para cruzar el río
que son las conciencias de todos los humanos,
una tras una, una después de otra,
otra antes de aquélla y así al infinito
que es un inicio que concluye que no avanza que es un círculo sinfín.
Te jalaré las orejas y no tendrás perdón.
A gritos te acusaré de ser culpable
de una broma pésima, extralógica, incomprensible,
hasta que no tengas más remedio que corregir
en una contraorden de elemental justicia
para darnos eternidad a manos llenas,
aquí, donde la necesitamos y queremos, en la Tierra,
no ese remedo celestial de inciertos y absurdos contenidos
que venden los mercaderes de los templos
y los merolicos de las adivinanzas,
sino la única deseable tras la muerte
según las rectas intuiciones de la filosofía
y las leyes químicas y biológicas,
aquí en la Tierra, de carne y hueso y con espíritu
tal como la anhelaba el pusilánime Unamuno,
la vida que pulsamos enfrente de nosotros
como una realidad incontrastable:
nuestros hermanos que son más que mis hermanos,
los hermanos que son mi alter ego y un mí dentro de todos
esperando un turno de morir para tener mi nuevo yo
y yo a partir de ellos, siempre ellos, siempre en ellos y ellos en mí.
Si algún día, después del ajetreo con que sacudes
es cosa inevitable que fallezca,
me dará un gusto formidable:
descansaré de mi cansancio acumulado
y agitaré por fin mi aburrimiento,
volveré a nacer, a ser un niño, un negro de Nigeria, un vendedor del Harlem,
una mujer de Camboya, una vagabunda, el homicida,
la madre Teresa, un soldado de Gengis Khan,
un homosexual de San Francisco, un noble del siglo XVI,
una matrona o una prostituta del Bronx
y un esclavo en Pompeya,
un tuberculoso en una triste buhardilla de París
escribiendo poemas,
una traductora de sánscrito, un fusilado, una bruja y un relajado de la Inquisición,
un torturador, un narcotraficante, un premio Nobel, una soprano,
un marqués o un condestable o un siervo de la gleba
o un gladiador medieval qu
su nombre sabré,
todos al mismo tiempo y sucesivamente,
miles de millones de vidas n secuencia
y en una simultaneidad vertiginosa o lenta.
Esto seré: lo que me gusta y lo que no me gusta de los otros.
Esto soy ya: lo que a los demás les gusta o les disgusta,
el bien y el mal entrelazados,
el bien con su infaltable dotación de mal
y el mal con su fiel argamasa de bondad, nadie perfecto,
la vida sin un ángel ni un demonio:
cada ser llevando en sí arcilla de ángel y yeso de demonios
porque somos ángeles y demonios yuxtapuestos
en proporciones variables y asimétricas
y lo seguiremos siendo mientras exista el Tiempo.
La vida es aprehensible
porque hace sentir placer y dolor alternativa
o simultáneamente.
No hay vida en un placer eterno.
No hay vida en un dolor permanente.
Existo, luego la vida existe
y la existencia es esta dualidad que palpo
inseparable de dolor y placer,
de placer y dolor que se entremezclan
y por momentos brinca uno al cuello del otro.
Si algún día, después del ajetreo con que sacudes
es cosa inevitable que fallezca,
lo tomaré con filosofía, como algo justo, sabio y entendible.
Comprenderé que hay una verdad en el cogito,
pero que Descartes ha sido superado
por Sartre y los existencialistas
porque captaron el yo a través de los otros.
Entenderé también que el transvitalismo renueva la alegría:
no nada más existe el yo y existe el otro
sino que son la misma cosa.
La muerte no sabe de misterios,
es explicable como todo fenómeno,
una transformación sin pausa ni final
y está en la vida que nos circunnavega.
La muerte es tan clara y explicable
como un mediodía de verano austral en Atacama.
No te digo adiós sino hasta siempre.
Te quiero y sé que tú también me amas
en esta complicidad inseparable.
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