La hebra en la tela

Flavio Hugo Ruvalcaba Márquez es mexicano y Doctor en Derecho. Ha cultivado los géneros de novela, cuento, ensayo, poesía y crónica cultural. Es autor de las novelas El descanso del cambio, Las alas del árbol y La purísima desnudación de las notadas. La crónica cultural se ha reunido en la obra La lupa de Dalí. Su tesis doctoral se denomina Los dogmas y tabúes como fuentes del Derecho. Ha publicado poesía bajo el título La hebra en la tela. flamarel-8@hotmail.com

Monday, January 22, 2007

LOS ÁRBOLES

(Vegetación típica del altiplano mexicano. Fotografía tomada a contraluz el 3 de enero de 2009) (Un mezquite rodeado de huizaches, cactáceas y pastizal típicos del oriente del Estado de Aguascalientes, México. Imagen tomada la tarde del 3 de enero de 2009) Los árboles son la sustancia antípoda a nosotros, la más diferente, nuestra antítesis dialéctica. Ni siquiera de las ostras nos hallamos tan lejos. Todos están fijos como por un clavo, odian andar y evitan los aviones; nosotros tenemos la libertad de los caminos que es la desgracia de los ingenuos y de los extraviados. El hombre piensa y habla rápido, al instante; los árboles meditan durante cien años y hablan y cantan hasta después de muertos. Los humanos soñamos que soñamos; ellos se comen a los sueños y regurgitan hojas, flores, frutos o madera para la cuna de los niños, para los violines, los féretros, los libros. Los árboles sirven y son siempre buenos (lo dicen los pájaros); el hombre pretende servir y busca el Bien mas lo consigue poco a poco, de vez en cuando, a regañadientes, y una vez muerto no ayuda casi nada. Los árboles se pulsan uno solo, siempre el mismo, aunque son muchos en el bosque; en cambio, los humanos sentimos un yo rodeado de diversos, a pesar de ser Uno, sólo uno, refractado en los otros. La soberbia nos asemeja a Dios, nos emparienta (lo que no le provoca ninguna gracia); los árboles son simples, humildes, y de Dios no tienen la mínima opinión a pesar de ser sabios y de linaje antiguo. Los hombres comen carne y beben sangre; los árboles toman agua, sólo agua, y comen tierra, un poco de tierra. Pero la mayor diferencia, la más extraordinaria, es que los árboles son felices todo el tiempo sin engaños, sin hipocresías, sin frivolidades, no saben de egoísmo, de soberbia ni de miedo y por sus ramas suelen reírse de sí mismos. Los árboles son la sustancia antípoda a nosotros, la más diferente, nuestra antítesis dialéctica. La historia de la Humanidad, su ética y axiología, ha sido su inmensa lucha por convertirse en árbol. Si de verdad es, si Dios realmente existe, es preciso, justo y necesario que se parezca a un árbol. *

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