La hebra en la tela

Flavio Hugo Ruvalcaba Márquez es mexicano y Doctor en Derecho. Ha cultivado los géneros de novela, cuento, ensayo, poesía y crónica cultural. Es autor de las novelas El descanso del cambio, Las alas del árbol y La purísima desnudación de las notadas. La crónica cultural se ha reunido en la obra La lupa de Dalí. Su tesis doctoral se denomina Los dogmas y tabúes como fuentes del Derecho. Ha publicado poesía bajo el título La hebra en la tela. flamarel-8@hotmail.com

Friday, December 29, 2006

CERRO DEL MUERTO

(Fotografía del Cerro del Muerto, situado al poniente de la ciudad de Aguascalientes, México, tomada desde el segundo anillo de circunvalación, la mañana del martes 30 de diciembre de 2008) En la rueda zodiacal del horizonte de la dórica ciudad de Aguascalientes hay un dios que se destaca sobre el monte contenido como el mar por sus vertientes. Ese dios tiene perfil de ser correcto: ha evitado emborracharse con sus normas ha querido descansar de lo perfecto y se aparta de los fondos y las formas. Es un dios que no castiga ni reclama ni nos riñe con un ojo vigilante, es un muerto que no siente ni nos ama. Sólo está para morir como un gigante y soltar atardeceres en su flama y velar por la ciudad enamorante. *

Wednesday, December 27, 2006

ADIÓS


Adiós
me voy
y no
estoy

Adiós
no estoy
y hoy
no soy

Adiós
no soy
no estoy
no voy

Oh, Dios
soy yo
estoy
hoy soy.

*

Wednesday, December 13, 2006

LAGUNA DE BACALAR

(Camisa tradicional guatemalteca comprada por el autor a una refugiada del campamento de Los Lirios)
( Buzo de coral adquirido en una tienda de artesanías del Cenote Azul de Bacalar)
En mil novecientos ochenta y cinco, el año medular del sismo inolvidable, de la Ciudad de México a Chetumal enviados por la Secretaría de Gobernación dos horas de vuelo machucan la distancia. La capital de Quintana Roo es diminuta, herbácea, inocente, se afianza con un pie al estribo del caribe y toca la epidermis boreal de Centroamérica. La calle Héroes es una fiesta tropical salvo de una a cinco de la tarde en que el calor arrecia y se hace siesta. La ciudad ejerce las prebendas de una zona comercial libre de impuestos y es el paraíso de los que compran. Gozo recorriéndola de extremo a extremo por ambas aceras, hasta el malecón. Las casas son de baja armadura y muchas fueron árboles en su pasada vida. Tras sus cercas penden los cítricos y las hamacas. Las mecedoras ventean hacia la calle. A diez kilómetros están los hitos de Belice apenas a mitad del río Hondo que en esta época moja un agua navegable. Por la misma carretera a Cancún unos minutos ven al norte y surge Bacalar, la espléndida Laguna de los Siete Colores. Aún conserva el fuerte San Felipe construido para detener a los corsarios que Inglaterra mandaba a robar palo de tinte. Esto despierta mi incredulidad y debo descubrir que no es laguna sino una lengua que paladea la sal del mar. Un hotel ribereño nos hospeda y allí juntamos colores a las cinco de la mañana durante los siguientes días. Desde un trampolín nos sorbe la laguna. El fondo debe ser profundo pues a pesar del brillo no se asoma. Unos kilómetros al poniente, por la carretera a Escárcega, acaba el pavimento y sigue la terracería blanca y reseca, rectilínea, partiendo en dos la alfombra esmeralda de la selva hasta llegar a Los Lirios, el campamento de refugiados guatemaltecos que son las columnas de nuestro destino. A las diez de la mañana llegamos al lunar de aquella jungla del que se prenden los módulos y las casas en sus maderos sin barniz ni cepillo. Infantes y mujeres rodean la camioneta y nos saludan con sus dientes tímidos. Siento la importancia de estar allí y una emoción primitiva al ver la bandera colgar del asta en la explanada central con sus colores íntegros bajo el soleado lunes. Era como entrar a México desde un país extranjero, el origen de la expulsión de los indígenas incendiado por la guerra civil que no termina. Las instrucciones son directas: vamos a registrar a los hijos de los dos mil refugiados, niños de leche y hasta de tres años nacidos en suelo mexicano y que tienen doble nacionalidad por el jus soli de acuerdo al artículo 30 de la Constitución. En unas semanas arribará el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados y el gobierno quiere dar un buen ejemplo. Al equipo de la Secretaría acompaña Saúl de León Ross, director del Registro Civil quintanarroense, un hombre de carácter alegre y bondadoso de mediana edad que en noches de coyotes escribe canciones y toca la marimba. Juntos seremos responsables del acto jurídico y honraremos a Benito Juárez y a las Leyes de Reforma. Doce días duró nuestra labor, un tiempo en que fuimos lápices del Estado anotando los padres, las madres, los abuelos, los nombres de pila y un lugar mexicano. Combinando las estirpes dimos constancia de los apellidos correctos. Con un poco de práctica hubo curiosidades: Juan Juan Juan, María Pedro Simón, usos y costumbres de los mayas entrelazados a las prácticas mestizas. Durante las tardes en el salón comunal de sillas de sedosa caoba en carne viva escucho las historias del miedo y del coraje: Mientras dormíamos llegaron los caibiles y lanzaron granadas a los ranchos, luego vino la matazón, murieron nuestros padres, los hermanos, mis hijos pequeños, algunos de los que corrimos nos salvamos pero la mayoría se murió de los tiros o quemados, los sobrevivientes caminamos noche y día disfrazados de muertos sin pan, sin agua hasta llegar a México, a cada rato preguntábamos ¿cuánto falta para llegar a México? ¿ya estamos en México? ¿es aquí México?, y cuando al fin tuvimos la respuesta nos sentamos a lamernos las rodillas, sobamos las panzas de los niños y nos pusimos a llorar con las últimas lágrimas. Aquí estamos aún bajo el pendiente de que vuelvan a cruzar los soldados como lo hicieron en Chiapas hace meses, tenemos temor de que nos maten no por nosotros sino por los patojos que ninguna culpa tienen. -¡No lo permitiremos!-, sin pensarlo les interrumpo, —aquí están bajo la protección de México—. Me sorprende la espontánea convicción de mi grito que no sale de la boca sino del corazón fuerzy pulsa un hierro. En la viveza de sus ojos siento que confían en mi país y que les ha curado un poco la esperanza. Cuando pronuncio la palabra México por primera vez me suena diferente, es algo más que un eufónico vocablo, encuentro una trinchera y un escudo, una raíz y un árbol como un techo contra cualquier tormenta, porque las preocupaciones propias se acaban cuando se miden con las otras. En tan pocos días pasaron doce años: cambié pesos por quetzales, compré una camisa tradicional en algodón policromo, hecha con sus manos (que todavía conservo); jugué futbol en un campo de piedras con jóvenes quichés; comí un pan colectivo que me trajo el recuerdo de Tata Vasco y de las misiones jesuitas del sur de Brasil; me bauticé como un nuevo refugiado en la laguna de los siete colores; comí armadillo a la naranja (que habíamos atropellado en un accidente de terracería), conocí el Cenote Azul junto a Bacalar y que es oscuro con su garganta cruel, y tiene un restaurante donde se come el cielo; compré una figura de coral negro que es un buzo buceando en mi vitrina; oímos por las noches Radio Sandino convocar a cosechas colectivas de tomate (en una grabadora Sony que entró por Panamá); un viernes el delegado de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados nos llevó a conocer un cabaret atestado de marines ingleses que reían en el sueño de un harem rodeados por ceibas y odaliscas; fuimos invitados por Saúl de León Ross a comer comida china en la costa de Belice, junto a un aeródromo donde vimos alzarse extraterrestremente un Harrier de la reina Isabel; conocí el desgarramiento de una madre que vio morir su hijo en los frágiles brazos enfermo de bronquitis, mientras los conducíamos en camioneta a un hospital de Chetumal que nunca vimos. Y una vez, antes de regresar a casa, eran las once de la noche en el reloj de las estrellas mientras mirábamos nadar la Luna en la laguna y unos extraños ruidos segaron la conversación: eran las agonías, los pulmones y los muslos de una mujer y un hombre norteamericanos que morían descuartizables en el acto de amor dentro de una habitación del ala sur con la ventana abierta hacia el Caribe y un huracán soplando desde adentro. Entonces comprobé que el amor es el mismo en todos los idiomas. Me quedé absorto colgado en aquel himno que era un tótem y una danza antigua. Mis compañeros murmuraron bromas y prefirieron huir, pudorosos o despavoridos. Como un búho me mantuve en la rama de la noche, hipnotizado, fijo en la égloga del amor. Esto lo explica todo, pensé: las fuerzas para llegar a México y no morirse en la serpiente de la selva, su sonrisa esencial y la salud de sus ojos no obstante la terquedad del sufrimiento, y también los cuatrocientos niños, muy por encima de la media nacional, que habíamos registrado, uno a uno, hijos también del miedo y del coraje pero más que nada de ese erotismo que exacerban la cercanía de la muerte y los peligros. Ante las amenazas y la mala fortuna el amor saca la casta, tira zarpazos, pelea y nos defiende como gato bocarriba, muerde como perro y se vuelve una mujer que cuida a sus cachorros. Entonces caí en la cuenta de que los anotadores del Registro Civil, desde Benito Juárez hasta el más humilde oficial del más pobre municipio de la República, no sólo dan fe de que ha nacido un niño y se le pone un nombre, sino de que unos meses antes de aquella intervención un hombre y una mujer han sido amenazados, perseguidos, humillados, heridos por la plena conciencia de lesa humanidad de saberse mortales, perentorios vulnerables en la cadena que no debe deshacerse y han sacado las uñas, pelado los dientes y se han armado de amor para ladrar y ahuyentar y matar a los violentos demonios de la vida y a los pacíficos obispos de la muerte. * (El tema de este poema en prosa es bastante expreso; trata de un viaje de trabajo que realicé a principios de 1985, una vez egresado de la Facultad de Derecho de la UNAM, al campamento de refugiados guatemaltecos denominado Los Lirios, en la selva de Quintana Roo. Luego de una trágica e injusta incursión del ejército guatemalteco a territorio mexicano para atacar un campamento de refugiados, bajo el risible argumento de que desde allí tramaban el apoyo a la guerrilla, el gobierno mexicano decidió crear nuevos campos, que finalmente se instalaron tierra adentro de Chiapas, en Campeche y en Quintana Roo. En ese tiempo yo trabajaba en la Dirección General del Registro Nacional de Población de la Secretaría de Gobernación, y estaba por arribar a México el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados; de pronto, el gobierno mexicano se percató que las autoridades de los estados involucrados no habían registrado los nacimientos de los hijos, ya nacidos en México, de los extranjeros refugiados; la Constitución mexicana les daba derecho a ser mexicanos por razón del ius soli. Fui designado representante de la Secretaría de Gobernación en dichas labores, por lo que en coordinación con el Registro Civil quintanarroense, cuyo director a la sazón era el licenciado Saúl de León Ross, se puso en marcha un programa de acercamiento y registro, directamente con los refugiados; nos sorprendió el entusiasmo con que recibieron estas acciones, a sabiendas de que no implicaba que los niños perdieran su nacionalidad guatemalteca a la que tenían derecho por el ius sanguinis. El trabajo nos mantuvo desplazándonos diariamente, durante doce días, de Laguna de Bacalar al campamento en medio de la selva. La experiencia fue única e irrepetible; todas las incidencias que en el poema se relatan son rigurosamente verídicas, incluyendo la anécdota final. Tal vez ese resulte su único valor. Quienes habían suscitado las sospechas y neurosis del ejército guatemalteco, resultaron ser unos jóvenes con quienes jugué futbol en un campo de piedras, y unos ancianos silenciosos que me miraban desde la triste jungla de sus ojos. Por cierto: no lo refiero en el poema pero es cierto: en Los Lirios habitaba el único mexicano refugiado en su propia patria: se había casado con una mujer del campamento, y era uno más de los suyos. Esto demuestra que el amor no reconoce límites ni fronteras, y por eso es el verdadero salvador del mundo).

Wednesday, December 06, 2006

TUS MANOS

(Plato de cerámica pintado al temple por el artista oaxaqueño Francisco Toledo, de estilo surrealista)
(Plato de cerámica pintado al temple por el artista oaxaqueño Francisco Toledo, con un motivo expresionista. Colección particular de la Mtra. Guadalupe Montoya Soto)
No creo en Platón y repudio racionalmente el platonismo. La idea de perfección oculta un pésimo interés de esclavitud. Sin embargo, al observar tus manos batir sobre los cálices de acero y bucear las partituras de corales en una hiperbórea tempestad de orquesta, me convenzo que son la excepción que confirma la regla. Contigo estoy dispuesto a creer en Platón y el platonismo. Tus manos son perfectas. Y consecuentemente siendo el modelo de que hablaba Platón llevan el quid de todas las manos existentes. Y como no tengo duda de que existen las mías, mi mano derecha tiende hacia tu izquierda y mi mano izquierda vuela a tu derecha. *

Tuesday, December 05, 2006

EPITAFIO PARA UN TERRITALISTA


No he muerto.
Cada vez
que alguien se acerca
puedo leer esto

*

Monday, December 04, 2006

MUJER QUE IMPIDE DORMIR


Mujer que impide dormir, no, no me convienes.
Necesito una mujer que sea somnífero,
medicina gris, agria, seca y pestilente
que haga dormir sobre las piedras y los vidrios.

Mujer que impide dormir, apártate de mí,
no te me acerques, aléjate y ocúltate,
acalla en mis oídos las efes del violín
y haz que termine el insomnio que produces.

Mujer que impide dormir, con fe te suplico.
El sueño me hace falta, mira, estoy enfermo,
ando fuera de mí, huesudo, desnutrido.
Tengo una lombriz azul en el cerebro.

Mujer que impide dormir, apiádate de mí,
sal de mi corazón y ánclame los párpados,
dame la oscuridad y las noches, el dormir.
Apaga el hábil aleteo de tus dos manos.

*